Seguro que recordáis la escena de Buñuel. Un Perro Andaluz. Esa secuencia que tanto duele. Así me he sentido al ver la última foto publicada de Uma Thurman. La de la derecha es ella. Al menos, eso dicen. Deseo que se equivoquen.

El bisturí no sólo ha desfigurado su rostro. Ha seccionado algo más. No sus ojos, por suerte siguen siendo igual de azules. Eso, al menos, lo conserva. El resto, por desgracia, lo ha perdido. Uma ya no es Uma. Sin su cara, ya no es ella.

Los años no pasan en balde. Es cierto. A su edad no puede ser ya aquella niña inocente a quien Stephen Frears rodeó de Amistades Peligrosas. Ni la novia del gangster viva-la-vida que dibuja rectángulos en el aire y baila ritmos sesenteros en Pulp Fiction. O la espadachina ninja, samurái o lo que sea que quisiera hacer con ella Tarantino para matar a Bill, dos veces. Qué más daba. Pero quien tuvo, retuvo. Y muy bien, por cierto. Creíamos que iba a hacer honor a nuestro refrán: genio y figura… y parecía que lo lograba. La toma de la izquierda es del año pasado. Un lujo. Algún retoque, inevitable en Hollywood. Pero ahora… menudo mazazo.

Nunca fue una belleza al uso. Es verdad. Pero nunca importó para recordarla con ahínco. Más bien al contrario. El suyo era un rostro particular. Único. Inolvidable. Una cara con personalidad. Inconfundible. Infalsificable. Sólo Uma podía ser Uma. A esa nariz respingona, a esos pómulos prominentes, a esa barbilla puntiaguda la cámara los adoraba. Y los ojos de los cinéfilos eran incapaces de despegarse de ella.

La seguíamos embelesados, embobados, cautivados. Nos olvidábamos de Glenn Close, de John Malkovich y hasta del mismísimo Travolta; preguntándonos siempre si Uma era guapa o era fea, si lo suyo era una hermosura excéntrica o una excentricidad espantosa. Y sin poder discernir la diferencia devolvíamos la vista a la pantalla, como si una nueva sesión contemplativa fuera a desentrañar un misterio, de por sí, irresoluble. Porque no queríamos resolverlo.

Todo para seguir mirándola.